No importa la luz de fuera, cuando se puede avivar la propia.

Espero que todos estéis llevando el verano de la mejor forma posible: los que sufrís el calor, que encontréis un rincón fresco donde refugiaros, y los que sois como yo (no me afecta la temperatura), que lo estéis disfrutando al máximo.

Como os conté en la entrada anterior, además del 27 de junio —una fecha especial para mí—, viví el apagón como otro regalo inesperado de la vida.

Durante esas horas sin electricidad, me permití soñar despierta con un mundo distinto. Imaginé calles donde, al caminar, nos mirásemos a los ojos; pasos de peatones cruzados con la atención puesta en los coches y no en el dispositivo digital. En el ascensor sin móvil. Reuniones de amigos sin pantallas de por medio. Discotecas con la gente bailando y no chateando. Conciertos con un público entregado a la música y no a grabar videos interminables. Lecturas sin distracciones, películas sin notificaciones, conversaciones sin filtros y vidas sin  editar. Un tiempo sin buscar aprobación ajena, compartiendo cara a cara, piel con piel, dejando que la oxitocina — la hormona del vínculo— haga su trabajo. Durmiendo mejor, sin esa luz artificial que confunde a nuestra melatonina. 

Cada vez me preocupa más vernos tan dispersos, queriendo estar en todas partes sin estar realmente en ninguna. Quizás el apagón fue un pequeño empujón para preguntarnos: ¿qué hacemos con nuestro tiempo? ¿Cómo nos entretenemos, distraemos y/o evadimos?

No niego que fue tremendo y caótico —ni obvio lo esencial que es la electricidad hoy en día: hospitales, alimentos, servicios básicos… De hecho, mi padre necesita una máquina que le ayuda a respirar—. Aun así, confieso que sentí una alegría casi primitiva  al recordar que venimos de las cuevas; que aunque hoy estemos rodeados de cables y pantallas, nuestros cuerpos siguen preparados para la oscuridad, el fuego y el silencio.

Por primera vez vi una ciudad sin contaminación lumínica. Volvió la luz cuando me hallaba con mi perro mirando el cielo desde la oscura calle. La gente empezó a aplaudir y yo a despertar, vuelta a la realidad. 

Una realidad que me sacudió al día siguiente, cuando fui a comprar pipas a granel a la tienda del barrio y la dependienta me contó que dos mujeres mayores se habían pegado "a guantazo limpio" por un pack de seis botellas de agua. Después entré en un supermercado —ingenua de mí—, y entendí por qué estaba vacío.

Pasé de sentirme en el cielo a estrellarme contra el suelo. Ver las estanterías vacías, saber de peleas absurdas y gente desatada que piensa en “yo, me, mí, conmigo”, cubriendo sus necesidades y las de los suyos. 

Me invadió una gran decepción al sentir que no hemos aprendido nada de la pandemia, aun lo recuerdo y me duele.

Quiero pensar que es posible vivir en correlación, en una sociedad menos individualista y más tribu, lo que viene a ser la manada de toda la vida. Un mundo donde no haga falta un apagón para mirarnos a los ojos, compartir sin pantallas y vivir una vida real, con la menor artificialidad posible.

Cuando todo se apague, mantengamos viva la llama que llevamos dentro, la que nos ilumina y nos guía.

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