Latidos ancestrales en tiempos modernos.

Hablando con mi amigo Joaquín —a quien presenté en mi entrada El viaje es hacia dentro— sobre lo que había escrito en mi blog acerca de la Luna Fría y su llamado a cerrar etapas y a soltar lo que ya no sirve, me dijo con una sonrisa: “Sandrica, pero el año no siempre ha tenido doce meses, ni ha terminado en diciembre”. 

Su comentario me hizo pensar que aunque vivamos con un calendario fijo, nuestro cuerpo y nuestro ánimo siguen respondiendo a ritmos más antiguos. Somos parte de un pulso ancestral en este mundo moderno que parece apresurarlo todo.

Culturas antiguas, como las mesopotámicas, egipcias y celtas medían el tiempo por lunas y estaciones. Esto significaba que el “inicio” o “fin” del año no estaba fijo, sino que dependía de fenómenos naturales como la cosecha, el solsticio o la última luna del ciclo. 

Los celtas, por ejemplo, tenían un calendario lunar de 13 lunas, con festivales que marcaban los cambios de estación. Para ellos, el año no terminaba en diciembre, sino alrededor de noviembre (Samhain), y la última luna simbolizaba el cierre de periodo.

Los romanos también comenzaron con un calendario curioso: solo diez meses. Marzo era el primero, septiembre el séptimo, octubre el octavo, noviembre el noveno y diciembre el décimo. Los días de invierno quedaban fuera de cualquier mes. Más tarde añadieron enero y febrero, pero los años seguían ajustándose a la luna y a las estaciones, lo que hacía todo bastante complicado.

En el año 46 a.C., Julio César reformó el calendario para hacerlo solar, más parecido al año real de 365'25 días. Para compensar la fracción de 0'25 días que se acumula cada año, añadió un día extra cada cuatro años, creando el año bisiesto. Así, diciembre se convirtió oficialmente en el último mes del año. 

Aquí viene lo curioso: César le puso su nombre a un mes, julio. Joaquín me contó con humor que su sucesor Augusto pensó: “Si él puede, yo también” y se puso el suyo, agosto, ajustando incluso la duración de los meses para que su mes tuviera la misma importancia que el de César.

Hoy podemos hablar de la “última luna del año” en diciembre, pero antes, los cierres de ciclo se sentían en la naturaleza y en el cielo, no en el calendario. Les invito a volver al origen: buscar el sol y recibir su luz sin exponerse demasiado, dejando que nos recargue. Sentir el viento en la piel. Mirar el cielo y las estrellas. Observar la luna y conocer sus fases. Reconectar con los ritmos de la tierra y permitir que nos enseñe (recuerde) a vivir según sus propios tiempos. Cerrar lo que termina y abrir espacio para lo que está por venir. 

El cuerpo recuerda lo que el calendario olvida.

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